La calle del pecado
•Igual que en Sodoma y Gomorra, en el puerto jarocho riendas sueltas para el deseo y el sexo
En el siglo pasado, hacia el año 1960, en el puerto jarocho existían dos calles del pecado. Una, para los pobres, en la calle Guerrero, a un ladito del mercado Unidad Veracruzana. Y la otra, para los ricos, en la avenida Circunvalación.
Una parte de la calle Guerrero estaba sembrada de cantinas de mala muerte, moteles de quinta categoría y trabajadoras sexuales de todos los niveles. En su tiempo, barbies. En el momento aquel, parecían, unas, las tías de las barbies; otras, las abuelitas.
Había unas cuatro, cinco manzanas con cuartuchos miserables, con piso de ladrillos, paredes de madera y techos de tejas rojas.
Luis Velázquez
Una puertita y una ventanita, donde cada prostituta se sentaba de cara a la calle para seducir al cliente.
De pronto, la ventana y la puerta se cerraban, porque en el fondo, en un cuartito tamaño Infonavit, estaba una vieja cama para el sexo rápido, de tal forma que los gemidos del placer se escuchaban como el murmullo de las olas de habitación en habitación.
Y, claro, predominaba como filosofía de vida el título de una novela de Irwing Wallace, “7 minutos”, los que dura la parte estelar de un acto sexual.
Ninguna ama de casa camino al mercado popular transitaba por ahí. La fama pública de aquella Sodoma y Gomorra llegaba hasta los marinos de buques extranjeros y, por tanto, sólo a veces deambulaba por ahí una patrulla policiaca, quizá, acaso, buscando a los padrotes y cuidando a las cortesanas, por añadidura, digamos, de la violencia de un borrachito escandaloso.
Había, entonces, una dama que en el frente de batalla de tantas peleas conservaba el récord Guiness. Alta, piel blanca, labios carnosos, ojos grandes, negros, era la preferida. Y siempre estaba ocupada. Quizá dejaba el día y parte de la noche ocupada con unos 50 clientes.
La calle Guerrero siempre tenía vida. Las mañanas parecían tardes de romance. Las tardes noches interminables de placer. Las mañanas, un romerío de donjuanes.
Nunca, jamás, las puertas y ventanas estaban cerradas. Siempre abiertas, pues las mesalinas se alternaban en horas de descanso y vigilia. Quizá eran más de cien. De todas las edades. Y para todos los gustos y bolsillos.
Se parecía la calle a la grandiosa calle del pecado en Amsterdam, donde las doncellas del día y de la noche giran en un aparador tentando la naturaleza humana.
LUJOSAS DAMAS DE COMPAÑíA
En la avenida Circunvalación estaba la calle del pecado… para los ricos. Se llamaba “La escondida”, y era propiedad de la señora Isabel Esquinca, quien además tenía dos casas de cita en la ciudad de México.
En “La escondida”, como en el tiempo de “La bandida”, en el Distrito Federal, las chicas tenían una característica: la más viejita tenía 25 años. La menor, 18. Sin un gramo de grasa, todas delgadas, bonitas, barbies, trabajaban con lencería. Un corpiño y una hoja de parra.
Así, cualquier cortesana de “La escondida” podía lucirse en un restaurante como dama de compañía, sin prestarse a ninguna sospecha, y por el contrario, causando envidia en las mujeres y alentando la imaginación masculina.
Incluso, hasta parecían colegialas. Bastoneras de la escuela secundaria y preparatoria. Maestras doctoradas en el arte de hacer felices a los hombres solitarios.
Un día, un marino llegó a “La escondida” y pidió una botella de Bacardí. Entonces, de la bolsa de la camisa extrajo una foto de Jacqueline Kennedy, y lo detuvo sobre la botella de Tehuacán. Y siguió tomando.
De pronto, cuando la orquesta tocaba en vivo, las parejas bailando, el marino se pegó un tiro en la sien, mirando por última vez a Jack, su amor platónico, la mujer que nunca, jamás, tendría en su cama.
El alcalde, Mario Vargas Saldaña, entonces, Fernando López Arias gobernador (1962-1968), aprovecharon el suicidio y cerraron aquel paraíso terrenal.
Desde entonces, nunca, jamás, ha existido una casa ardiendo tan intenso de noche en el puerto jarocho.
LA SOMODA Y GOMORRA HOY
La calle del pecado en la declarada “ciudad más bella de México” se llama Abasolo, entre la avenida Díaz Mirón y la calle González Pagés.
Pudiera decirse que sin mayor escándalo se ha levantado ahí la llamada zona roja, pues está rodeada de unas diez cantinas y seis hoteles y moteles, con más de cien trabajadores sexuales, entre mujeres y hombres.
La tentación de la carne inicia con tres hoteles en la calle Abasolo, donde unas 40 sexoservidoras ofrecen sus caricias con las siguientes tarifas:
300 pesos… por los siete minutos estelares de un acto sexual.
De 200 a cien pesos, según el acuerdo, por sexo oral.
Más 200 pesos por el cuarto.
A la vuelta, sobre González Pagés, hay un motel, donde siete mujeres consideradas por ellas mismas como las barbies, cobran hasta mil pesos. Más el cuarto en un motel.
En la esquina hay un motel, donde a la puerta de entrada hay entre 7 y 10 gays, cuya tarifa es de 300 pesos, y les va tan bien que dos de ellos, por ejemplo, tienen un Audi… a la puerta.
Más adelante, está el hotel número seis, donde seis pirujitas seniles cobran cien pesos por cualquiera de los dos servicios. Sexo completo. Sexo oral, y cuya mayor experiencia, luego de unos 50 años de trabajo sexual, se centra y concentra en las habilidades de sus labios, su lengua y su garganta.
Y sobre la alameda Díaz Mirón hay unos 40 gays que a partir de las doce de la noche hasta 5 de la madrugada, cobijados en la noche y en la avenida solitaria, caminan y caminan buscando clientes.
A unos cuantos metros, en el parque Zamora, allí donde en el siglo pasado existía una librería, hay una central policiaca que alterna con otro equipo de gays, dueños de la noche desde el sexenio de Rafael Murillo Vidal.