Iztapalapa: defender la memoria viva
Francisco Ortiz Pinchetti/Tomado de Sin Embargo
La noticia que llegó esta semana desde Nueva Delhi, que para mí resultó totalmente inesperada, no puede pasar como un simple comunicado cultural: la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO)...
inscribió la representación de la Pasión de Cristo de Iztapalapa en su prestigiosa lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Más allá de la celebración oficial, este nombramiento es un poderoso espejo de las contradicciones, la inmensa riqueza y los desafíos que, a pesar de todo, siguen definiendo a México como una potencia cultural mundial.
El hecho de que una tradición nacida en 1843 --como promesa comunitaria para erradicar una devastadora epidemia de cólera--, obtenga tan importante galardón mundial es, en sí mismo, un reportaje que hay que saber leer.
Pienso que para valorar cabalmente el significado de esta distinción, hay que empezar por aclarar su naturaleza. No se reconoce la belleza inerte de un monumento, sino la voluntad inquebrantable y la compleja organización social de los Ocho Barrios ancestrales de Iztapalapa que año tras año montan un Viacrucis que moviliza a millones de personas. Hay que tener claro que la UNESCO no premia la fe religiosa per se; premia la resiliencia social, la capacidad de un pueblo de mantener su memoria colectiva y su identidad viva frente al embate de la gentrificación, la inseguridad crónica y la amnesia urbana.
Este reconocimiento a Iztapalapa, la demarcación más densamente poblada y a menudo estigmatizada de la Ciudad de México, un territorio con grandes rezagos urbanos, lanza un mensaje directo al corazón del país: la identidad más potente, el patrimonio vivo que nos define en el siglo XXI, no reside necesariamente en las zonas turísticas o en los monumentos de piedra pulcra, sino en el músculo social de sus periferias y en la profunda convicción de sus comunidades originarias.
El nombramiento de esa tradición con 182 años de historia nos obliga a refrescar la memoria sobre el verdadero peso cultural del país en el tablero global. No es un dato para el orgullo patriotero, sino una realidad geopolítica: México es el país de América con el mayor número de bienes reconocidos por la UNESCO, superando los 50 elementos al sumar los bienes tangibles (Patrimonio Mundial) y los intangibles (Patrimonio Cultural Inmaterial). ¡Somos una superpotencia de la memoria!
La Pasión de Iztapalapa se une a una lista de tradiciones que han logrado el estatus de Patrimonio Inmaterial, demostrando la vasta pluralidad cultural que la UNESCO busca proteger. Hablamos de la Cocina Tradicional Mexicana, reconocida en 2010 como un sistema cultural completo; del Mariachi (2011), cuya música trasciende la fiesta para convertirse en un lenguaje emocional nacional; las fiestas indígenas dedicadas a los Muertos (2008), que transforman el luto en celebración.
Este inventario de saberes esenciales también incluye la ceremonia ritual de los Voladores de Papantla (2009), la Charrería (2016), la Pirekua o canto purépecha (2010), la Romería de Zapopan (2018), el Bolero (2023) y la Talavera de Puebla (2019). Lo que distingue a México es la persistencia vigorosa de su presente cultural.
La lista, que asombra, se extiende también a la herencia monumental, el llamado Patrimonio Mundial, que traza la historia y la geografía de la Nación. La nómina de bienes tangibles, que asciende a más de 30 sitios, es un recorrido por la civilización. El patrimonio prehispánico es vasto e imponente: va desde la Ciudad Prehispánica de Teotihuacán (1987) y Palenque (1987), hasta Chichén Itzá (1988), El Tajín (1992), Uxmal (1996), y el sitio de Xochicalco (1999). Incluso la Ciudad Prehispánica de Calakmul (2002/2014) goza de una designación mixta por su inmensa selva.
El virreinato y la modernidad se hacen presentes también con ciudades enteras, donde la arquitectura y el trazado urbano son el valor: el Centro Histórico de la Ciudad de México y Xochimilco (1987) encabeza la lista junto a Oaxaca y Monte Albán (1987). Le siguen ciudades como Santa fe de Guanajuato (1988), Puebla (1987), Morelia (1991), Zacatecas (1993), Santiago de Querétaro (1996) y Campeche (1999).
El legado religioso, a su vez, se ve en los primeros monasterios del siglo XVI en las laderas del Popocatépetl (1994) y las misiones de la Sierra Gorda de Querétaro (2003). Incluso la logística histórica tiene su sitio con el extenso Camino Real de Tierra Adentro (2010), la columna vertebral del comercio colonial.
Finalmente, el patrimonio natural mexicano, esencial para la biodiversidad global, está protegido en áreas como la Reserva de la Biósfera de Sian Kaan (1987), el Santuario de Ballenas de El Vizcaíno (1993), las Islas del Golfo de California (2005) y la reserva de la biósfera de la Mariposa Monarca (2008). Estos sitios demuestran que el valor de México es integral, cubriendo la historia humana y el medio ambiente.
Pero si bien la celebración de Iztapalapa es justa y se inscribe en esta vasta riqueza, el reconocimiento internacional trae consigo una factura y una advertencia. El título de la UNESCO es una espada de doble filo: si bien obliga al Estado --los gobiernos de los diferentes niveles--, a destinar recursos para la salvaguardia y blindar la tradición a nivel legal, también la convierte en un objeto de deseo para el turismo masivo y los intereses comerciales. El riesgo es que la esencia del sacrificio y la promesa de la Pasión se diluyan en el simple espectáculo.
Las autoridades tienen la responsabilidad de garantizar que este título no sirva para maquillar problemas de fondo, sino para proteger y fortalecer el tejido social de los Ocho Barrios. El verdadero patrimonio que la UNESCO ha querido resguardar no es sólo la puesta en escena, sino la compleja maquinaria comunitaria que la organiza y la hace posible. El desafío periodístico es vigilar que ese regalo cultural no se convierta, por la ambición o el descuido, en una simple mercancía turística. Es la hora de proteger la memoria viva. Válgame.

