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8 Columnas
Jueves 21 mayo, 2020

Historias Memorables


El cine del pueblo
•Todo era de madera
•El cinéfilo que dormí­a


Héctor Fuentes

El cine en el pueblo era un local viejo. Muy viejo. Tení­a luneta y galerí­a. Sillas de madera. Bancas de madera largas, largas, en galerí­a. Todo el local, de madera. Uno caminaba y algunas tablas se moví­an, como si los cinéfilos fueran cirqueros.

Un dí­a exhibieron una pelí­cula donde un artista mexicano la hací­a de malo y sembraba el terror y el horror.
La semana siguiente exhibieron otra pelí­cula donde el mismo actor la hací­a de bueno, casi casi san Martí­n de Porres.
Y los cinéfilos se indignaron porque para ellos era inverosí­mil un cambio de papel tan rápido y tan pronto, pero sin ningún respeto a la población.
Se armó la revoltura. En el rejuego casi casi destrozan el local. A punto estuvieron de prenderle fuego. Eran mediados del siglo pasado. Hacia 1950, cuando muchos pensaban que el pueblo estaba habitado por indios yaquis, bragados y violentos.
Habí­a, sin embargo, un espectáculo "en vivo y directo" en aquel cine.
Lo daba un paisano que trabajaba de panadero y todos los dí­as llegaba a la panaderí­a hacia las dos de la mañana para preparar el pan y tenerlo listo con otros compañeros de trabajo hacia las 5 de la mañana y comenzar el reparto en las tiendas del pueblo y ponerlo en venta a las 6 de la mañana.
Calientito. Recién salido del horno. Todaví­a vaporoso.
Aquel joven panadero solí­a ir al cine en la pelí­cula de las 6, 7 de la tarde/noche.
Y por aquí­ iniciaba el filme, por lo regular, pelí­culas mexicanas en blanco y negro, el joven panadero quedaba dormido.
Su sueño era tan profundo que de pronto, ¡zas!, inundaba el cine con unos ronquidos inéditos, espectaculares, y con frecuencia parecí­a que estaba a punto de ahogarse con sus propios ronquidos.
Algunos compitas lo despertaban, pero seguí­a en el sueño, sin que nada, ni el tiroteo en el filme cinematográfico lo despertara.
De plano, se le dejaba dormir, únicamente para todos divertirse.
Era panadero y alguien por ahí­ le habí­a puesto de apodo "El bolillo".
Era chaparrito y gordito, casi casi rotoplas. Fornido, energúmeno.
Cara redonda de doble plato, moreno moreno, parecí­a que siempre andaba de malas y quizá por eso mismo era un joven de unos 25 años austero con las palabras. Llegaba solo al cine y con nadie hablaba.
Pero como era gordito y la panza habí­a agarrado forma caprichosa, las lonjas le bamboleaban a la hora de caminar, y de igual que los bolillos tení­a la piel frágil y era amable y respetuoso, sin nunca meterse con nadie.
Si en el pueblo hubieran organizado un concurso de ronquidos lo habrí­a ganado invicto, sin competidor.
Sus ronquidos se multiplicaban con buena acústica, porque le gustaba sentarse a la mitad de las bancas, en la parte central, y entonces, se difuminaban por todos lados como tiradero de vidrios rotos.
Nunca se casó. Famoso por sus ronquidos, las chicas siempre le rehuyeron, incapaces, decí­an, de dormir con un hombre que roncaba tanto que parecí­a morirí­a en aquel viaje placentero.
"El bolillo", sin embargo, era feliz y en aquella generación de panaderos fue el único a quien gustaba ir al cine pero para echarse un sabroso "coyotito".
Un dí­a, el cine aquel de madera empezó a desmoronarse y en un torrencial se llevó el techo y parte de las gradas y la luneta y el dueño lo cerró.
Y en el pueblo, todos nos quedamos sin el espectáculo maravilloso de "El bolillo".
"Mi bolillito" le decí­an juguetonas algunas chicas y él sonreí­a acariciándose la panza voluminosa. Hombre feliz, al fin y al cabo, qué caray.


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