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8 Columnas
Jueves 13 febrero, 2020

Nomás las cruces quedaron


Gonzalo López Barradas/Parte X

Pasan ya varios meses de la muerte del lí­der campesino Cosme Bravo. Sus amigos y seguidores han aceptado con resignación su muerte. Las actividades cotidianas en el pueblo y el campo siguen con normalidad y con la zozobra de que en cualquier momento caiga otro compañero,...

como ha estado ocurriendo en todos lados.
César es un joven apuesto, alto, tez blanca, ojos azules. Está a unos dí­as para recibir su tí­tulo de doctor en medicina. Tiene una hermosa esposa, Juanita, hija de doña Julia Bravo, viuda de Viveros, una respetable familia a quien visita todas las tardes y se regresa a su casa ya en la noche, después de tomarse un café. Los padres de César lo recriminan porque llega algunas veces tarde a la casa a sabiendas que a esas horas es muy peligroso andar en la calle.
Todos saben que a don Joaquí­n, padre de César, Manuel Parra lo investiga, se lo han dicho mucha gente, y por eso le pide a su hijo que sea más prudente con sus visitas a la casa de su suegra. Hay temor porque Manuel Parra ”˜no se tienta el corazón para desaparecer a quien sea”™, se lo han repetido muchas veces.
Llegó corriendo Berthita, chaparrita y regordeta, no podí­a ni hablar por el cansancio que le ocasionó la prisa.
-¿Qué te pasa, mujer?, dijo el doctor.
-¡Don Joaquí­n!, ¡don Joaquí­n!, acabo de ver a varios pistoleros meterse en la casa de Febronio Aguilar.
Son las seis de la tarde, y nada extraño es ver juntos a esos matones de las ”˜guardias blancas”™ de Parra. Pero siempre que eso ocurre no es para nada bueno. Por eso la inquietud de la mujer que trabaja como sirvienta en la casa de la familia Rivadeneyra.
-No te asustes, muchacha, anda tómate un vaso de agua y cálmate, aconsejó don Joaquí­n.
Sin embargo, nadie le quita el temor a la mujer. Presiente que algo muy malo va a ocurrir…
César, como siempre, se ha ido con su esposa a la casa de su suegra.
En la iglesia de Cristo Rey se habí­a celebrado la navidad. El padre Brí­gido lo hizo como cada año: una misa cantada, acostamiento del niño Dios y el mismo sermón de cada año. La gente se prepara para recibir el año nuevo.
Son las ocho de la noche de este 28 de diciembre de l938. Cubre las calles y callejones del pueblo, una escuálida neblina. La tenue luz que sale de las pocas lámparas, no son suficientes para alumbrar. Hay demasiada tranquilidad. Hasta los perros dejaron de ladrar. No se ve alma alguna caminar por las calles.
Los toquidos son insistentes en la puerta de la casa de don Joaquí­n.

-¡Ya voy!, ¡ya voy!, gritó el médico.

-¡Ah!, ¡eres tú, Amado!
-Pasa, te veo nervioso, ¿qué tienes, hombre de Dios?
Amado Vega, tipo regordete de mediana estatura, es carpintero. Se familiariza con don Joaquí­n porque ha recibido muchos favores de él y además le habí­a curado, hace algunos dí­as, a su nuera y a su esposa, sin cobrarle nada y hasta les regaló la medicina.
-Don Joaquí­n, tengo muy enfermo a Joel y necesito que lo vaya usted a ver, dijo Amado.
-¡Claro, Amado! ¿De qué está enfermo, qué le pasa?
-Tiene una calentura muy fuerte…
-Bueno, espérame un momentito, voy por mis cosas.
-Mientras, me adelanto, doctor.
-Bueno, hombre, adelántate…
Cuando César se despidió de la suegra, serí­an como las siete y media. Caminaron unos cuantos metros y en la contraesquina de la casa de doña Chanita, escucharon varias detonaciones y al poco rato, corriendo desesperados con las armas en las manos pasaron por donde caminaba César, varios individuos. Identificó a dos: Nicandro Sánchez y Febronio Aguilar que huí­an rumbo a la cuesta empinada, escabrosa que conduce a la rancherí­a de Cerrillos. César se refugió con Juanita en la casa de doña Rosa Jiménez. Sonó el teléfono, contestó tí­a Rosa y sorprendida gritó:
-¡Ay!, César, acaban de matar a tu papá.
-¿Quién le habló?
-Era la voz de Juan Aguilar.
-Este cabrón siempre ha sido protector de los pistoleros.
-¡Vete, Juanita, a la casa de tu mamá, luego te alcanzo!
El estado aní­mico de César es indescriptible: rostro desencajado, pálido, ojos llorosos; corriendo, se fue al lugar de los hechos. La escena que estaba viendo es conmovedora: su padre tirado bocabajo sobre la calle empedrada, empapado con su sangre, su maletí­n médico en la mano; el que fue inspector general de alcoholes en el estado de Jalisco, ex jefe de la Guarnición de la Plaza en el mismo estado, y un dí­a preboste general en Veracruz, a raí­z del Movimiento delahuertista, estaba derrumbado con quince impactos de bala en su cuerpo, en la espalda.
Amado Vega, habí­a pasado por la casa de Gracimiano Moctezuma quien se encargarí­a de hacer la señal a los asesinos que ya estaban parapetados en la esquina de la calle principal. Tení­a que quitarse el sombrero para indicar que ya vení­a don Joaquí­n.
El doctor pudo haberse ido por la calle donde Rutilo Castillo tiene un changarro de abarrotes y llegar pronto a la casa de Amado, pero tení­a que pasar por la botica a comprar unos antibióticos, los pistoleros que comandan Isidro Salas en Alto Lucero y Manuel Viveros en Alto de Tí­o Diego, habí­an logrado su cometido.
En el velorio hay llanto de los humildes, de viejos campesinos que muestran en sus rostros el odio, la desesperación y con la esperanza de que se hará justicia. Los rezos son pesados y lastimeros. A las cuatro de la tarde del dí­a siguiente, la iglesia de Cristo Rey es insuficiente para dar cabida a la multitud que dice adiós al exgeneral zapatista. Dijo Mauro Vázquez, en una breve despedida ante el féretro: “su sangre servirá para fortalecernos en la lucha. No debemos acobardarnos”… Las campanas de la vieja torre doblan tristemente durante la marcha fúnebre que lleva los restos de don Joaquí­n. No se puede ocultar el rostro lleno de rabia de la gente que con la sangre hirviendo, cargan los despojos del doctor.
La noticia sobre el asesinato, llena las primeras planas de los periódicos El Universal y Excélsior de la ciudad de México y estatales. Las difusoras transmití­an las noticias por varios dí­as. El gobierno estatal mandó, de inmediato, a los agentes judiciales para la investigación. Un grupo de soldados del ejército hizo su arribo al dí­a siguiente. Se cubrieron todos los caminos de la sierra, la costa y el centro del Estado. Nunca se encontraron a los asesinos. Muchos aseguran que Cornejo los escondió en las cuevas que están sobre la rancherí­a El Madroño. Los campesinos y el pueblo llevaron a cabo una manifestación multitudinaria para exigir justicia y el pronto esclarecimiento de la muerte de don Joaquí­n. Todos saben quién es el asesino intelectual, pero nadie lo dice por temor. Muchos se organizaron y fueron a Jalapa para hablar con las autoridades y pedir que paren esos asesinatos… Después se supo que el piquete de soldados los envió Manuel Parra para evitar que hubiera algún zafarrancho en contra de la gente que le sirve en Alto Lucero.
Transcurrió el tiempo, César obtuvo su tí­tulo para ejercer la medicina. Ha prometido seguir los pasos de su padre: proteger a la gente pobre, a los campesinos a quienes asesora. Participa en acciones contra los matones de Parra y se ha propuesto ayudarlos hasta fundar la Liga Agraria, siempre guardando en su mente las figuras de los asesinos que aquella aciaga noche, pasaron junto a él…


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