Los libros que cada quien lee
•Hay libros que se leen sentado y otros de pie. También ya libros que necesitan releerse y otros, de plano, ni leerse
•El mejor bien a la humanidad sería enlistar los peores cien libros publicados
•La mayor felicidad es dejar a la mitad la lectura de un libro ininteligible
Hay libros, decía José Vasconcelos, que se leen sentado, para así aguantar el peso en caso de que el contenido sea árido.
Otros libros, afirmaba, se leen de pie, como una expresión de respeto al escritor.
Luis Velázquez
Unos libros se leen acostado, boca/arriba, decía Lenin, para medir su interés en caso de quedarse uno dormido.
Hay libros, afirmaba Jaime Torre Bodet, que se leen de pie y caminando en el patio de la casa, en el pasillo de la oficina, en el parque, y en voz alta, para escuchar el tropel de las palabras.
Lo más fascinante de la vida, decía Gabriel García Márquez, es dejar un libro a la mitad, porque simple y llanamente, al escritor le falta pasión para despertar el interés y la curiosidad del lector.
Hay libros, afirmaba Oscar Wilde, que deben leerse antes de morir, de forma obligatoria, pues de lo contrario la vida habría sido en vano, como por ejemplo, Las cartas, de Cicerón, y La autobiografía, de Benvenuto Cellini.
Otros libros, en cambio, deben releerse porque así lo merecen, como por ejemplo, todos los libros de Platón.
Pero también hay libros, decía Wilde, que nunca, jamás, deben leerse, como por ejemplo, el Aristóteles de Grant, y la Inglaterra de Hume, y la Historia de la filosofía de Lewes.
Oscar Wilde también afirmaba que el mejor bien a la humanidad sería escribir la lista de los cien peores libros escritos en la historia.
Un maestro siempre solía preguntar a los estudiantes los diez libros que se llevarían a una isla para que les hicieran compañía en las horas de soledad y en las horas adversas.
Y, bueno, tal cual, permita anotar algunos libros que uno se llevaría, incluso, a la cárcel en caso de terminar los días ahí.
Desde luego, un ejemplar de la Biblia, más que como un libro de religión, como el mejor libro de crónicas y reportajes periodísticos escritos todos los tiempos. Bastaría, por ejemplo, referir que Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis aseguraban que ellos leían la Biblia una vez cada año durante todos los años de sus vidas.
Los tomos completos de Mafalda para carcajearse a solas con las ocurrencias de tal niña genio.
Los tomos completos de El llanero solitario que durante muchos, muchísimos años alimentaron parte de la infancia y adolescencia, el primer héroe social que se conoció luchando y defendiendo a los pobres.
EL TROPEL DE LAS PALABRAS
De los libros de García Márquez sus libros periodísticos, es decir, escritos con un sentido reporteril, incluso, aunque fueran novelas, como por ejemplo, sus cuatro libros sobre sus crónicas como enviado especial en alguna parte del mundo y, por supuesto, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca y El coronel no tienen quien le escriba.
De los 22 libros publicados por don Julio Scherer, La piel y la entraña, la vida de David Alfaro Siqueiros y El indio que mató al padre Pro.
También, los libros de Albert Camus, el niño y el adolescente que eran tan pobre que al mismo tiempo tuvo cerca la mejor riqueza del mundo, consistente en los amigos, la playa, la arena, el fútbol en la playa, el mar y el sol.
De Carlos Fuentes nos llevaríamos París, la revolución de mayo, una crónica sobre el movimiento estudiantil del 68 en Francia, y Cantar de ciegos, una hermosísima colección de cuentos cortos.
De Julio Cortázar todos sus libros, sobre todo aquellos donde cuenta la historia del cronopio y su mancuspia, creados por él como parte de una utopía.
De pueblo en pueblo, un libro de las crónicas publicadas en el semanario Proceso por Francisco Ortiz Pinchetti, el mejor cronista mexicano del siglo XX, en donde el sentido rítmico de las palabras está armado como si se tratara de música clásica.
Los libros anteriores, claro, son de aquellos libros que deben releerse porque así se redescubren nuevas historias y nuevos datos.
Pero, además, son libros para leerse en voz alta y caminando en el bosque, en el zócalo, en el parque, escuchando el tropel de las palabras como afirmaba Torres Bodet.