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A Mil por Hora
Lunes 12 enero, 2015

Los libros que cada quien lee

Hay libros que se leen sentado y otros de pie. También ya libros que necesitan releerse y otros, de plano, ni leerse
El mejor bien a la humanidad serí­a enlistar los peores cien libros publicados
La mayor felicidad es dejar a la mitad la lectura de un libro ininteligible

Hay libros, decí­a José Vasconcelos, que se leen sentado, para así­ aguantar el peso en caso de que el contenido sea árido.
Otros libros, afirmaba, se leen de pie, como una expresión de respeto al escritor.

Luis Velázquez

Unos libros se leen acostado, boca/arriba, decí­a Lenin, para medir su interés en caso de quedarse uno dormido.

Hay libros, afirmaba Jaime Torre Bodet, que se leen de pie y caminando en el patio de la casa, en el pasillo de la oficina, en el parque, y en voz alta, para escuchar el tropel de las palabras.

Lo más fascinante de la vida, decí­a Gabriel Garcí­a Márquez, es dejar un libro a la mitad, porque simple y llanamente, al escritor le falta pasión para despertar el interés y la curiosidad del lector.

Hay libros, afirmaba Oscar Wilde, que deben leerse antes de morir, de forma obligatoria, pues de lo contrario la vida habrí­a sido en vano, como por ejemplo, Las cartas, de Cicerón, y La autobiografí­a, de Benvenuto Cellini.

Otros libros, en cambio, deben releerse porque así­ lo merecen, como por ejemplo, todos los libros de Platón.

Pero también hay libros, decí­a Wilde, que nunca, jamás, deben leerse, como por ejemplo, el Aristóteles de Grant, y la Inglaterra de Hume, y la Historia de la filosofí­a de Lewes.

Oscar Wilde también afirmaba que el mejor bien a la humanidad serí­a escribir la lista de los cien peores libros escritos en la historia.

Un maestro siempre solí­a preguntar a los estudiantes los diez libros que se llevarí­an a una isla para que les hicieran compañí­a en las horas de soledad y en las horas adversas.

Y, bueno, tal cual, permita anotar algunos libros que uno se llevarí­a, incluso, a la cárcel en caso de terminar los dí­as ahí­.

Desde luego, un ejemplar de la Biblia, más que como un libro de religión, como el mejor libro de crónicas y reportajes periodí­sticos escritos todos los tiempos. Bastarí­a, por ejemplo, referir que Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis aseguraban que ellos leí­an la Biblia una vez cada año durante todos los años de sus vidas.

Los tomos completos de Mafalda para carcajearse a solas con las ocurrencias de tal niña genio.

Los tomos completos de El llanero solitario que durante muchos, muchí­simos años alimentaron parte de la infancia y adolescencia, el primer héroe social que se conoció luchando y defendiendo a los pobres.

EL TROPEL DE LAS PALABRAS

De los libros de Garcí­a Márquez sus libros periodí­sticos, es decir, escritos con un sentido reporteril, incluso, aunque fueran novelas, como por ejemplo, sus cuatro libros sobre sus crónicas como enviado especial en alguna parte del mundo y, por supuesto, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca y El coronel no tienen quien le escriba.

De los 22 libros publicados por don Julio Scherer, La piel y la entraña, la vida de David Alfaro Siqueiros y El indio que mató al padre Pro.

También, los libros de Albert Camus, el niño y el adolescente que eran tan pobre que al mismo tiempo tuvo cerca la mejor riqueza del mundo, consistente en los amigos, la playa, la arena, el fútbol en la playa, el mar y el sol.

De Carlos Fuentes nos llevarí­amos Parí­s, la revolución de mayo, una crónica sobre el movimiento estudiantil del 68 en Francia, y Cantar de ciegos, una hermosí­sima colección de cuentos cortos.

De Julio Cortázar todos sus libros, sobre todo aquellos donde cuenta la historia del cronopio y su mancuspia, creados por él como parte de una utopí­a.

De pueblo en pueblo, un libro de las crónicas publicadas en el semanario Proceso por Francisco Ortiz Pinchetti, el mejor cronista mexicano del siglo XX, en donde el sentido rí­tmico de las palabras está armado como si se tratara de música clásica.

Los libros anteriores, claro, son de aquellos libros que deben releerse porque así­ se redescubren nuevas historias y nuevos datos.

Pero, además, son libros para leerse en voz alta y caminando en el bosque, en el zócalo, en el parque, escuchando el tropel de las palabras como afirmaba Torres Bodet.


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